viernes, 25 de noviembre de 2011

Los monstruos del armario

Tenía unos 10 años cuándo salí del internado y me fui a vivir con mi madre y su pareja (que con el tiempo me adoptaría y se convertiría en mi padre).

Vivían en un piso grande en términos absolutos y enorme en términos relativos de la zona alta de Barcelona. El piso tenía una parte delantera que daba a la calle y dónde se recibía a las visitas, amplia y llena de luz… y una parte trasera oscura y sombría. Era en esa zona, al final del tunel, dónde estaba mi habitación.

La habitación era amplia, con una ventana que daba al patio interior. Cómo era un primero, la luz que entraba daba para pocas alegrías, así que casi siempre era necesario tirar de luz eléctrica. Tenía también un armario empotrado, no muy grande, que era causa de mis desvelos.

Recuerdo el largo camino hacia mi habitación: mientras iba desde el salón hacia aquel rincón sombrío hacía y rehacía trozos de pasillo para encender luces y luego volver atrás a apagarlas cuándo ya tenía encendido el siguiente tramo. Hasta que llegaba a mi habitación, encendía la luz y cerraba la puerta para impedir que siguiera entrando aquella soledad que me encogía.

Se me presentaba entonces otro problema: el armario. En mi imaginación, aquell gruta cavada en la pared se convertía en la posible guarida de terribles monstruos deseosos de carne humana. Los imaginaba agazapados esperando a que me durmiera para abrir la puerta y atacar por sorpresa con aquellos interminables y aguzadísimos colmillos.

La única esperanza que veía (vana, pero era una cría) consistía en dejar la puerta del armario abierta. Así podía verlos venir con tiempo suficiente para salir huyendo por la puerta… Nunca jamás dejaba la puerta del armario cerrada cuándo me iba a dormir. Recuerdo que mi madre se desesperaba cada vez que aparecía en mi habitación y encontraba la puerta abierta. Me reprendría y la cerraba… Y duraba así lo que tardaba ella en salir de mi habitación.

Nunca le dije el motivo por el cual la dejaba abierta. Siempre he sido muy obediente así que aceptaba el rapapolvo y no protestaba. Y seguía en mis trece.

No recuerdo la última vez que dormí con la puerta del armario abierta. Con los años, murió mi abuelo y mi abuela se vino a vivir a casa, así que tuve que compartir habitación con mi hermana. Para entonces ya tenía 19 años y ella 7; al contrario que a mí, le asustaba dejar la puerta abierta. Con 19 años, los monstruos que te asustan no son los que salen del armario, así que puedo afirmar sin temor a equivocarme que a los 19 años ya había dejado de abrir la puerta cada noche.

Cuándo pienso en ello, creo que es mucho más acertado abrir la puerta a tus miedos que dejarlos encerrados sin verlos. Lo cierto es que la edad no me ha dado toda la sabiduría que me hubiera gustado; aunque a algunos miedos los miro de cara, a otros los sigo encerrando en compartimentos estancos confiando en que sólo por no verlos van a dejar de existir.

Cómo dejaron de existir mis monstruos del armario.
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miércoles, 9 de noviembre de 2011

Oscuridad

Mirando el nuevo look de mi blog me doy cuenta que ahora es mucho más oscuro. Supongo que nuestras preferencias se van moldeando según nuestro estado de ánimo nos manda y ahora toca oscuridad.
No me gustaría que se malinterpretara esas tinieblas: no están relacionadas con ánimos lúgubres y depresivos. Es cierto que sigo empanada como viene siendo habitual y que no veo el final del túnel porque dónde realmente estoy es en un pozo (he visto ese chiste en FB y me ha hecho mucha gracia)... Pero lo cierto es que estoy muy a gustito en este pozo. Finalmente me he dado cuenta que, si la cosa va para largo, es mucho más inteligente dejar de quejarte e intentar encontrar la parte buena de la situación.
Le he puesto luces (unas pocas, en este sitio cuesta encontrarlas), algo de ambientador y un cómodo sofá en el que dejar pasar las horas mientras llega el momento de dar el golpe de timón.
Y no se está mal. Oscuro pero acogedor.
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lunes, 7 de noviembre de 2011

Sólo tú todo lo puedes...

Hay gente a la que queremos por encima de todas las cosas. No importa las tonterías, estupideces o actos absurdos y dañinos que puedan llegar a hacer. Hay algo en ellas que nos subyuga, hipnotiza o, directamente nos atonta, creando una relación de dependencia difícil de romper.

Yo misma conozco a alguien que lleva años comportándose como un gilipollas. Veo lo que hace y cada vez pienso que es la última vez que se lo aguanto. Pero entonces abre la boca y algo ocurre a nivel molecular en mis proteinas... Es como un flautista de Hamelin que me encanta y me hace volver a seguir sus pasos una y otra vez.

Me encantaría cortar de una vez ese peculiar cordón umbilical que nos une... Aunque creo que si lo hiciera no sería yo la que más perdería. O eso es lo que quiero creer.
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SUS...PIRO

Tanto aire exhalado sin sentido... intentaré hacer algo productivo con él y convertirlo en palabras.