Era una tarde de finales
de otoño. Yo acababa de aparcar mi coche y me dirigía a un cajero automático a
sacar dinero. No recuerdo para qué… Han pasado cinco años de aquella tarde. Hacía
menos de un mes me habían dado una malísima noticia de la que aún estaba
recuperándome. De la que aún no me he recuperado. Iba pensando en ello cuándo
sonó mi teléfono.
Era una amiga que llamaba
para explicarme que los análisis de sangre de su segundo trimestre de embarazo
le habían salido un poco mal y tenía el azúcar alto. Eso significaba que, al
igual que me había pasado a mí en mis dos últimos embarazos, tendría que hacer
régimen durante los meses que le faltaban hasta el parto. Mientras me lo
explicaba, le temblaba la voz y apenas podía contener las lágrimas.
Yo no entendía lo que me
estaba contando. No podía creer que estuviera haciendo un drama de pasar cuatro
meses a régimen, y menos que me llamara a mí para escenificarlo habida cuenta
de por lo que yo estaba pasando. Algo así del estilo del chiste: “Qué mala
racha llevamos, yo pierdo el boli, a tí se te muere tu padre…”.
Recuerdo haber balbuceado
algunas palabras de consuelo y excusas para acabar rápido aquella conversación.
Me quemaba el teléfono y mi indignación hacia ella me ahogaba.
Aunque en un primer
momento mi enfado superó cualquier capacidad de análisis, con el tiempo volví a
aquella conversación en un intento de comprender lo que había ocurrido. He
pensado mucho desde entonces en aquello que nos hace infelices y nos lleva a
desesperarnos. Y he llegado a la conclusión que no hay un valor absoluto para el
sufrimiento. No se mide en unidades físicas cuantificables y comparables. No se
puede decir: “mi desesperación es de 4 frustradios y la tuya de 9, por lo tanto
mejor me callo que bastante tienes tú con lo tuyo”.
No, no funciona así. Cuándo
te ocurre algo malo, esté en el lugar de la escala que esté, tu sufrimiento
puede ser de una intensidad que no esté en absoluto correlada con la causa de
tus desgracias. No tener tiempo para ir a la peluquería a tapar tus incipientes
canas, por ejemplo, puede ser algo que te angustie sobremanera y que te
desespere hasta el extremo de hacerte saltar las lágrimas. Si en ese momento
justo te informan que te van a despedir, probablemente el sufrimiento que antes
dedicabas a tus canas lo traslades al hecho que te van a despedir, y lo de la
peluquería te parezca la chorrada más grande del mundo. Y así ad infinitum…
Eso me ha hecho darme
cuenta de muchas cosas: una de ellas, que no puedes consolar a nadie diciéndole
que la causa de sus problemas es una tontería comparada con lo que podría
pasarle (ese es un argumento que mi madre utiliza constantemente a pesar de mis
esfuerzos por demostrarle su inutilidad). Otra que no puedes menospreciar el
dolor ajeno… aunque su causa sea una chorrada inmensa. Al fin y al cabo, su
sufrimiento es real.
Y lo más importante que
me ha enseñado es que no es razonable racionalizar el sufrimiento ajeno. Hay
que empatizar con él sin buscarle más explicación. El consuelo viene de
acompañar a alguien en su duelo, sea este originado por la causa que sea. Y la única
forma de que esa compañía sea efectiva es si es irracional y sale del corazón,
no del cerebro. Ese mismo cerebro que me hizo indignarme con mi amiga hace
ahora cinco años.
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4 comentarios:
Entiendo lo que quieres decir, pero lo comparto hasta cierto punto. Si en un planeta en el que hay millones de seres humanos sufriendo penurias sin cuento, a Paris Hilton le entra una crisis nerviosa porque se le ha roto una uña; de mí no puede esperar precisamente empatía, sino ferviente deseo de que se le rompan las otras nueve. Hasta la altura el codo, al menos.
Acepto tu matización, Jesús... aunque supongo que estamos de acuerdo en la idea global :)
Desde mi punto de vista creo que tu reflexión encaja mejor con la mente femenina. Vosotras necesitas más empatía y a nosotros nos funciona mejor el frustradómetro.
Frustradómetro? Qué concepto más curioso! Y en qué consiste?
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